Nuestras vidas son como un viaje en avión. Si tenemos claro nuestro destino (=objetivo), no temeremos las dificultades y contratiempos que se presenten en la ruta.
En primer lugar: Siempre da miedo despegar de la pista de aterrizaje. Todo inicio, pues, cuesta lo suyo.
En pleno vuelo, el avión tambalea por las diversas corrientes de aire; se ven formas terroríficas en la conformación caprichosa de las nubes; atravesamos en medio de un manto tupido de ellas que forman como una muralla inexpugnable. Otras veces, se presentan rayos y tormentas en pleno vuelo, y nos da la impresión que el avión se va a precipitar a tierra.
Sin embargo, tenemos bien amarrados los cinturones y confiamos en la destreza de los pilotos que nos llevarán a buen término.
Así también pasa en nuestras vidas: si tenemos claros nuestros objetivos, es decir el “por qué” de nuestras vidas, no temeremos los contratiempos y problemas. Y si tenemos buenos consejeros (padres, maestros, amigos…) sabremos que estamos en buenas manos para llegar bien a nuestro destino.
Y con la ayuda del Gran Piloto diremos: “Aunque pase por el más oscuro de los valles, no temeré peligro alguno, porque tú, Señor, estás conmigo; tu vara y tu bastón me inspiran confianza” (Cf. Salmo 23[22], 4).
lunes, 8 de noviembre de 2010
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